El hombre relaciona las palabras y las cosas con pretensión de verdad, según pautas culturales que valen en un determinado tiempo y lugar.Con las palabras se nomina, designa, expresa con signos y sonidos lo que una cosa es como concepto o idea. Codifica y, por lo tanto, simplifica la realidad para hacerla manejable y compatible con la necesidad de su coexistencia.
El derecho es, siguiendo la relación anterior, una cosa que permite ordenar cosas bajo ciertas condiciones, que se aceptan como válidas y con valor en un tiempo y lugar determinado. La práctica judicial, con ser un medio de esta relación de orden, debería reflejar la realidad de las cosas que ordena. Y se dice “debería” porque esto es lo esperable. Pero hay que reconocer, sin embargo, que no siempre ocurre así. Analizar este resultado es el objeto de estas breves reflexiones.
Se considerarán las siguientes ideas:
- los derechos (las palabras: lo concebido) suponen un hecho o un acto (una cosa: lo percibido);
- la verdad (la realidad aceptada) es la correlación entre ambos términos;
- la prueba de los hechos/actos implican la del derecho.
- la espiritualización de la relación, como progreso de la civilización, es la convicción más allá de toda prueba de que tras el derecho existe al menos un hecho/acto.
Tres cuestiones, por lo menos, podrían plantearse en el (elegido) acotado ámbito legal: sobre la recepción de la relación original, su espiritualización y, finalmente, su negación. El discurrir del razonamiento hará pié en la prueba, como proceso de verificación de la correspondencia entre el discurso y la realidad conceptuada.
Una vieja generalización del derecho romano (Ortolán) puede servir para arrojar luz sobre estas cuestiones.
Se afirma que no hay derecho que no provenga de un hecho. Los primeros son tantos como múltiples los segundos. Entre éstos, con igual poder genético, se incluyen los actos. La idea del hecho/acto lleva unida, inseparablemente, otras dos: la del tiempo y el lugar, en tanto fracciones de la eternidad y la inmensidad. En la praxis es condición necesaria afirmar la existencia del hecho/acto para que se deduzca el derecho. Pero no es suficiente. Es preciso que se acredite tal relación y, en caso de que se dispute su existencia como realidad verdadera, que se pruebe.
Sobre esta base, por ejemplo, un decimonónico código de derechos reformuló las formas de los actos ―cosas conceptualizadas al fin―, pero como una transición inacabada. En la relación del origen, pues, sigue con vigencia el orden de los sentidos, de las impresiones físicas percibidas y traducidas por símbolos analógicos. Aún entre nosotros tiene lugar la materia. Y tanto más cuanto es necesaria su prueba en procesos ideados, precisamente, para desentrañar la verdad de las cosas: su realidad.
Puede decirse que una civilización que codifica su realidad con salvedades presenta, pues, sólo una tendencia de progreso.
La prueba aparece como punto de inflexión en el proceso que lleva de la cosa a la palabra; del hecho/acto al derecho. Con la mirada puesta en lo material permite inferir el progreso a lo espiritual. Representa un intento humano de conciliar dos mundo separados, un puente entre lo que se concibe y lo que se percibe. Intento en el que la verdad, en primera y última instancia, se muestra como la correspondencia del discurso con la realidad a la que el discurso se refiere.
De suyo, negar la prueba, o negar el proceso de la correspondencia, es lo mismo que negar la realidad, la verdad.
La conclusión anterior no es menor. Si la práctica judicial debe reflejar la realidad de las cosas (hecho-derecho) que ordena, negar la prueba de la cuestionada relación entre lo percibido y lo concebido, es quitar la correspondencia como posibilidad (que tras el derecho existe al menos un hecho/acto genético). Pero también es negar la posibilidad de la espiritualidad de esa relación y con esto del progreso de la civilización.
Dicho de otra manera. La verdad judicial (la realidad según la justicia) se construye a fuerza de decisiones. Y en estas la prueba es, ciertamente, determinante. Los repertorios de jurisprudencia, que inmovilizan una sucesión de ideas tras voces representativas, permiten ver en la dialéctica de los casos cuánto hay de la relación hechos-derecho, de su prueba y de su ―muchas veces― negación. Esta, que se esconde tras el rótulo de la arbitrariedad (que en lenguaje llano es la injusticia cometida por el Estado), mientras triunfe y se imponga, quita a la civilización, caso a caso, la posibilidad de la correspondencia de dos mundos y su progreso hacia la espiritualización.